Existe una pluralidad de realidades “a la baja” que tienen lugar en la política mundial. Algunas podemos considerarlas como “regularidades”, es decir, siempre están presentes, por caso, los gastos militares (“obiter dictum”, el reporte anual sobre presupuestos de defensa “Janes Defence Budgets” elaborado recientemente por la empresa IHS Markit, indica que el gasto mundial de defensa crecerá en 2018 por quinto año consecutivo y alcanzará el 1,67 billones de dólares), o la competencia entre Estados; pero otras son consecuencia de situaciones, por ejemplo, el incremento del nacionalismo o la introspección nacional.
Desde este lugar, hay cuatro realidades que, en buena medida, explican la falta de una disposición o configuración internacional más definida.
En primer término, existe un agotamiento del ciclo internacional liberal que predominó desde el fin de la Segunda Guerra Mundial; en segundo lugar, no se vislumbra recreación o relevo para dicho ciclo ni líder que vaya a comandarlo; y en tercer y cuarto lugar, en parte derivados de los dos primeros, un declive del patrón institucional-multilateral y un déficit de la diplomacia internacional. Por tanto, tenemos una situación internacional con carencias y un horizonte incierto.
En relación con el ciclo (largo) de agotamiento del orden liberal internacional, hay que aclarar que dicho orden ha implicado un conjunto de reglas definidas básicamente por Occidente; y, como bien sostiene Mark Leonard, aunque muchos países podían no aceptarlas y proponían otras alternativas, terminaban sumándose a ellas y, más aún, beneficiándose de ellas, por ejemplo, Rusia y China respecto de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
Guste o no, los “bienes públicos internacionales” que Occidente proporcionó implicaron un ordenamiento o administración de las diferencias internacionales. Ello nunca constituyó un sucedáneo de la anarquía y descentralización entre las unidades políticas “cada una de las cuales reclaman el derecho de hacer justicia por sus propias manos y ser el único árbitro de la decisión de luchar o no luchar”, para expresarlo en los términos del gran Raymond Aron. “Simplemente”, dichos bienes fueron (y continúan siendo) senderos en la jungla de intereses nacionales en liza.
Fue bajo esa malla y cobijo que Europa pudo dejar atrás su “estado de naturaleza”, y marchar hacia una forma moderna y ampliada desde aquella remota primera agrupación política de Europa centro-occidental que fue el Sacro Imperio Romano Germánico.
Varias nuevas situaciones han llevado al agotamiento de dicho ciclo. En primer lugar, el fin de la Guerra Fría, que puede parecer un hecho ya lejano pero que implicó no solo el final de una rivalidad entre Estados con capacidades de destrucción total, sino el final de un orden geopolítico que proporcionaba aquello que los expertos denominan “amortiguadores de conflictos”. Es decir, había competencia pero también espacios de cooperación entre los polos, entre ellos y para refrenar a terceros. En lugar de ello, hoy tenemos solo competencia y conflictos fuera de control o con dinámicas propias, por ejemplo, Siria (350.000 muertos), y conflictos sin riendas estratégicas, por caso, Corea del Norte, convertido hoy, precisamente por dicha falta, en un detractor, chantajista y retador geopolítico internacional.
El régimen de la Guerra Fría implicaba espacios de influencia “estratégicamente honrados” por las partes. Pero su fin implicó que el vencedor considerara necesario “rentabilizar” dividendos para que tal victoria fuera también un acto de prevención estratégica ante el derrotado y lo que surgiera de éste. Por tanto, se mantuvo con vida a la OTAN, hecho que significó una rareza internacional, y se la extendió más allá de lo que recomendaría un realista que sabe que rebasar la victoria puede llegar a ponerla en entredicho, según reza una de las principales advertencias de Clausewitz. Por ello han sido críticos de la ampliación de la OTAN el desaparecido, Kenneth Waltz, John Mearsheimer, Henry Kissinger, Brent Scowcroft, etc.
Por otra parte, el ascenso de nuevos centros de poder, China, Rusia, etc., no solo ha terminado por completar geopolíticamente el globo, sino que dicho ascenso ha significado visiones estratégicas diferentes de lo que ha sido el predominante enfoque y acción centrada en la “geopolítica de uno” (1991-2008).
Asimismo, el orden internacional liberal fue subvirtiendo algunas de sus propias funciones, por caso, en el segmento socio-económico, a partir de “nuevas pautas” que asumieron el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y que las alejaron de sus prerrogativas fundacionales. En estos términos, dichas instituciones fueron piezas estratégicas durante el “régimen de la globalización” (1991-11-S), que si bien no fue creado por Occidente, sí fue impulsado por Occidente a escala global.
Finalmente, resulta evidente que aunque Estados Unidos continúa siendo el único país grande, rico y estratégico del globo, y el único que cumple un papel relevante en los cuatro segmentos de poder internacional, su influencia y su prestigio sí han declinado, e incluso a pesar de su poder militar incontestable no solo no ha logrado decisiones en teatros de guerra, sino que en algunos casos, por ejemplo, Irak, su injerencia y decisión de acabar con el régimen baazista significó una nueva Caja de Pandora para la región (y también para el mundo).
Considerando que el orden internacional liberal se agota y que su creador y garante ya no lo puede refundar, menos aún bajo un mandatario neo-aislacionista y centrado en el “interés nacional primero” (como rezan sin ambages los principios de la reciente presentada Estrategia de Seguridad Nacional), sobreviene la segunda situación: ¿hay alguien que lo sustituya? ¿Es China ese actor?
Considerando que China continúa su ascenso y no suceden hacia adentro escenarios de crisis como los que estiman algunos especialistas en relación con la deriva de China hacia un estado de refrenamiento del crecimiento, profundización de las desigualdades sociales y, finalmente, turbulencias internas descontroladas, ni su crecimiento militar y su proyección de poder geoeconómico y geopolítico externo conduce a confrontaciones militares de escala, China sin duda se convertirá en el principal poder global en pocos años más.
Sin embargo, ello no significará que China se vuelva una superpotencia como lo fue y lo es Estados Unidos o antes lo fue incluso Gran Bretaña. Porque hoy el significado de superpotencia exige algo más de aquello que los chinos denominan “poder nacional adicionado”, es decir, la suma de los poderes económico, militar, financiero, cultural, etc.
China podrá cumplir un papel cada vez más importante en todos y en cada uno de los segmentos del poder nacional, podrá llevar adelante su megaproyecto euroasiático (que es algo así como una diagonal geopolítica entre las concepciones terrestres de Mackinder y Spykman), podrá afirmar su ascendente en su espacio primario de intereses “post-patrióticos” (porque van más allá de los lindes territoriales), podrá afirmar incluso una asociación estratégica con Rusia e incluso hasta podrá superar algunas cuestiones con su rival continental, la India, dando lugar a la temida formación del “Triángulo RIC” (Rusia, India, China), podrá ampliar su participación en las entidades multilaterales, etc.
Pero difícilmente por ahora China pueda suministrar al mundo los “bienes públicos internacionales y locales”, es decir, aquellos activos (en este caso surgidos de China) que terminan por configurar un orden o administración internacional en los circuitos esenciales para la estabilidad global, por caso, en el de la seguridad y la economía internacional. Pero también en aquellas cuestiones que ocurren hacia dentro de Estados dislocados y que afectan la propia continuidad de éstos como sujetos.
Hasta hoy el aporte de China a la configuración de un orden mundial parece ser algo no demasiado novedoso: comercio y más comercio. Pero si bien el comercio puede ser un poderoso factor de inhibición de conflictos, no es suficiente para configurar un orden.
En cuanto a otros actores, por caso, Rusia, sin duda que es imposible (con solo mirar el planisferio y constatar la masa terrestre que ocupa dicho país), no considerarla un actor del núcleo de preeminentes sobre el que finalmente se configurará el orden interestatal del siglo XXI. Pero Rusia no será el “suministrador” y garante de un orden nuevo internacional diferente o “modernizador” del vigente desde 1945. Que su mandatario actual se muestre como el de mayor resolución en materia de amparo del interés nacional ruso y sea el responsable de haber reparado el poder de Rusia frente a Occidente, no significa ello que cumpla con las exigencias que implica ser un creador, defensor y promotor de una nueva disposición internacional, más allá del impulso que intenta dar Moscú en cuestiones relacionadas con la no injerencia o las reservas sobre el principio internacional de protección, temas destacados sobremanera por el presidente Putin en las Conferencias sobre Seguridad de Múnich (que explican el rechazo de plano a la injerencia internacional, salvo excepciones, en la “zona roja” de Ucrania y otros sitios de conflicto).
Es posible que durante los próximos años Rusia aumente su proyección de poder internacional a la vez que pierda posiciones en la economía global, sobre todo si no se decide o fracasa finalmente en avanzar hacia la modernización de su estructura económica, situación que la mantendrá como una “potencia fósil”, como la denominan en Occidente, es decir, mera proveedora de materias primas, no un actor económico-tecnológico de escala.
Estas dos características del mundo actual en buena medida han influido para que el tan necesario modelo institucional y el multilateralismo se encuentren cada vez más devaluados, Es cierto que podemos considerar una regularidad la primacía de los intereses nacionales sobre los intereses de la comunidad de naciones; pero dicha regularidad se agudiza cuando hay carencia de orden o régimen internacional alguno.
Durante tiempos de mayor acercamiento del mundo a su “estado de naturaleza”, los sujetos primarios, los Estados, se vuelven más reluctantes a confiar en las instituciones, y vuelven su mirada hacia lo único que les provee confianza y seguridad: la autoayuda, el nacionalismo y los momentos de un pasado heroico. Esta situación (“en reversa”) la podemos considerar en relación con la decisión del Reino Unido de salir de ese gran ensayo de integración que es la Unión Europea, pero también en actores menores cuyo necesario recurso a esquemas de complementación geoeconómica se encuentra en crisis.
En otros términos, hay un regreso a la técnica de seguridad que combina aislacionismo y, eventualmente según intereses y riesgo, multilateralismo selectivo (que generalmente termina siendo bilateralismo).
En relación con el espacio multilateral principal del globo, las posibilidades de la ONU en relación con el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales se ven paralizadas en las cuestiones que tienen lugar en el segmento de las potencias superiores e incluso de rango menor.
Pero la organización también encuentra serias dificultades en relación con el amparo de pueblos que sufren las consecuencias de violentas confrontaciones intra-estatales, por caso, en Siria, donde hasta noviembre de 2017 han muerto más de 340.000 personas, según datos del Observatorio Sirio de Derechos Humanos.
Más allá de los disensos entre Estados Unidos, Rusia y China, en buena medida la parálisis de la ONU en la guerra siria obedece a la “desnaturalización” que sufrió la intervención multilateral autorizada por el Consejo de Seguridad en Libia. Pero también obedece a que la organización afronta dificultades extremas para sostener su intervención en cualquier escenario intra-estatal donde el clima de belicosidad es alto o incluso medio, por caso, Sudán del Sur, República Democrática del Congo, etc.
Por ello, aparte de las clásicas “misiones de primera generación”, es decir, observación y mantenimiento de treguas y separación entre partes, las actividades de la organización en relación con su propósito mayor se van reduciendo a “gestionar” la evacuación de cientos de personas que quedan atrapadas en medio de guerras internas.
Por otra parte, el reto que implica el terrorismo transnacional supera las mayores capacidades de una organización pensada para afrontar cuestiones entre Estados o hacia dentro de los Estados; pero el empleo de la “diplomacia pública” ante actores de naturaleza evanescente y sin dimensión jurídica ni negociadora, concretamente, el terrorismo transnacional, nacional y local (que es un fenómeno nuevo), deja a la organización inerme.
La diplomacia también encuentra serios límites en su arena clásica: los problemas o querellas entre Estados. Ello explica que no solamente existan múltiples conflictos congelados, es decir, sin posibilidad de salida negociada y, por tanto, “mantenidos en frío” hasta que surjan condiciones que permitan cursos hacia su posible conclusión, sino “conflictos latentes” o “conflictos caldeados” donde tampoco la diplomacia logra progreso alguno, por caso, la situación cada vez más crítica entre Occidente y Rusia en la zona del Báltico o en el Mar Negro, la situación entre Arabia Saudita e Irán, o en la zona del Mar de la China, donde para 2020, “el año estratégico”, la concentración militar naval por parte de los poderes zonales y no zonales será la mayor del globo.
Por último, la diplomacia no solo no logra resultado alguno en el segmento del cual depende la seguridad mayor del mundo, las armas de exterminio masivo, sino que la misma sabe que se trata de un coto de seguridad de potencias (mayores y menores) no dispuestas a realizar concesiones. Peor todavía, la propiedad de disuasión, que ha sido exclusiva de algunos pocos, se ha recentrado como una cuestión nueva, pues actores medios y menores saben que solo contando con el artefacto no serán amenazados ni menos intervenidos.
En breve, sin duda el mundo se encuentra en un ciclo de transición pero no una transición cuyo horizonte se vislumbra, sino una basada en la certeza de lo que ya no resulta suficiente: el orden que comenzó en 1945. Se abren entonces interrogantes en relación con el trayecto del mundo hacia ese horizonte incierto, interrogantes inquietantes porque las realidades y situaciones de hoy no son las más favorables y, en algunos casos, no parece haber sitio para la esperanza.
AUTOR: Alberto Hutschenreuter
FUENTE: SOBERANÍA DIGITAL