Está reapareciendo en Occidente un tipo de censura pública, solo que bajo el disfraz de ‘discurso de odio’. Lo cual es injusto y además estúpido, porque si la gente tiene pensamientos odiosos, incluso peligrosos para la comunidad, nos conviene saberlo, es bueno que nos enteremos qué piensa cada cual.
Reconozco tener una actitud ambivalente hacia la censura. En un sentido artístico, casi sentimental, la echo de menos como tanto ‘quince-emero’, tanto progresista de esos que no se cansan de sacar el espantajo de Franco a tiempo y a destiempo, añora en secreto vivir la excitante aventura de la Resistance, de la rebeldía contra una tiranía evidentemente injusta pero previsible y torpe, que tampoco es cosa de ir al Gulag.
Hablo de esa entrañable censura del lápiz rojo en las manos de un tipo sin sentido del humor, al que se le podía encontrar las vueltas sin demasiada dificultad.
Ese decir sin decir, ese juego de burlar al censor y aguzar el ingenio de los sobreentendidos,las alegorías y las insinuaciones de mayor o menor habilidad.
Tuve maestros que estuvieron en vanguardia en la lucha por la libertad de expresión y que, sin embargo, se les iluminaba la cara cuando contaban anécdotas de cómo lograban ‘colar’ las opiniones más progresistas sin hacer saltar las alarmas.
O haciéndolas saltar, con lo que su prestigio en los círculos intelectuales se agigantaba y el periódico corría con los gastos de la multa.
Ahora la censura, tan viva como en su mejor época, se ha privatizado y diversificado en parte. Una opinión incorrecta no aparecerá tachada en rojo al día siguiente en el diario, sino que señalará al hereje como presa a batir por una legión de anónimos espontáneos, provocará el fin de la carrera política del sujeto -si se dedica a eso- o supondrá su despido -las empresas son inevitablemente cobardes-, quizá el acoso físico, con toda probabilidad el virtual y tal vez cierto grado de ostracismo social.
Lo que es ‘discurso de odio’ si se dice de un musulmán no lo es si se dice de un cristiano, y la misma discriminación existe entre varones y mujeres, heterosexuales y otras ‘sexualidades alternativas’
Uno sabe lo que no puede decir sin que aparezca en ningún código o reglamento oficial. Pero también está reapareciendo ese tipo de censura pública, solo que bajo el disfraz de ‘discurso de odio’.
El objetivo es el mismo: evitar que circulen ideas que contradigan los dogmas del poder. Pero su excusa es mil veces más hipócrita y su aplicación, mucho más discriminatoria.
Todo el mundo sabe que lo que es ‘discurso de odio’ si se dice de un musulmán no lo es si se dice de un cristiano, y la misma discriminación existe entre nativos e inmigrantes, varones y mujeres, blancos y otras razas, heterosexuales y otras ‘sexualidades alternativas’, etcétera.
Ya hay varios países impecablemente democráticos que han aprobado leyes de este tipo, y que las cumplen a rajatabla, persiguiendo a tuiteros y comentaristas de Facebook con el celo ejemplar que emplea cierta policía en detener a ‘criminales’ que no van a resistirse ni tienen detrás grupos de presión que protesten eficazmente por la medida.
Pero el verdadero problema de la censura a posteriori de los presuntos ‘discursos de odio’ no es que se aplique de forma tan flagrantemente desigual, ni siquiera que haga perder a los agentes el tiempo que hurtan a la lucha contra el verdadero crimen, no.
El problema es que resulta indeciblemente estúpido. Ese es, en general, el problema de cualquier censura.
Si la gente tiene pensamientos odiosos, incluso peligrosos para la comunidad, nos conviene saberlo, es bueno que salga a la luz y nos enteremos de qué piensa cada cual.
Imponer esa censura a las ideas, incluso a las ideas que más puedan alarmarnos, no las hace desaparecer, sencillamente nos hace a todos los demás ignorantes de su existencia.
Para un Gobierno, negarse a saber lo que piensan quienes piensan en poner en peligro la convivencia es tan estúpido como un espía que, por discreción, se negara a escuchar conversaciones ajenas, y por la misma razón: la ignorancia es debilidad.
Castigar al disidente lo va a silenciar, pero no va a conseguir que piense de otra forma, más bien al contrario: se sentirá más legitimado en su disidencia
La mejor defensa de la libertad de expresión no tiene nada que ver con las retóricas al uso. Después de todo, durante siglos fue un derecho reservado a un puñado de ricos, los que tenían dinero para montar un medio de comunicación, porque son muy pocas las dictaduras con tantos recursos que consigan supervisar las conversaciones privadas de sus ciudadanos.
La mejor defensa de la libertad de expresión es que a la polis le conviene saber cuántos piensan qué. Castigarlo va a silenciarlos, pero no va a conseguir que piensen de otra forma, más bien al contrario: se sentirán más legitimados en su disidencia.
No hay peor sistema que obligar a una masa creciente de personas a esconder sus verdaderos pensamientos. Cuando la cosa estalla, suele sorprender desprevenido al sistema que, por reprimir lo que no quiere oír, se queda sin saber cuántos lo piensan.
AUTOR: CANDELA SANDE
FUENTE: ACTUALL